Por Chengzun Pan
En el mundo de los negocios, las razones del fracaso en la cooperación son innumerables, pero hay una especialmente lamentable: cuando ambas partes no tienen mala intención, incluso comparten al inicio los mismos ideales, y aun así terminan separándose por un simple “malentendido”.
Un consorcio internacional de gran renombre decidió ingresar a un mercado emergente y formó una empresa conjunta con una compañía local con fuertes recursos. En los primeros encuentros, los altos directivos se reunían con frecuencia en un ambiente cordial; al firmar el contrato abundaban frases como “somos una sola familia”. Sin embargo, apenas un año después, la empresa conjunta quedó paralizada. La parte internacional buscaba gestión estandarizada y gobernanza transparente, mientras que la parte local privilegiaba la flexibilidad operativa y las relaciones personales; los primeros perseguían un crecimiento estable y a largo plazo, los segundos ansiaban ganancias rápidas y éxitos inmediatos. Cada lado creyó haber entendido la estrategia del otro, pero descubrieron que “visión” era solo una palabra y que “comprensión” significaba cosas muy distintas. Al final, la inversión fracasó, las acusaciones mutuas se multiplicaron y la confianza se derrumbó.
Este tipo de malentendido no ocurre solo en el ámbito empresarial. En las relaciones personales, especialmente en las más íntimas, las trampas de la comunicación son aún más frecuentes y sus costos, mucho más dolorosos.
La psicología relata una historia ampliamente citada: una mujer japonesa, bajo una presión familiar prolongada y con un estado mental al borde del colapso, un día le dijo a su esposo: “¿Ya lo pensaste bien?”. En realidad, era una súplica velada de ayuda, una señal de su inminente derrumbe emocional. El esposo, agotado de trabajos, solo respondió: “Haz lo que quieras”. Esa misma noche, al regresar a casa, encontró que su esposa había matado a su hijo pequeño antes de quitarse la vida, dejando un último mensaje: “Tú dijiste que hiciera lo que quisiera”.
Lo estremecedor de esta historia es que revela un error común y profundo: los seres humanos suelen interpretar las palabras ajenas según su propio marco de referencia, pero rara vez verifican si esa interpretación coincide con la verdadera intención del otro. Suponemos que hemos entendido, pero nunca confirmamos. Así, “¿Ya lo pensaste bien?” se transforma en “decídelo tú sola”; y “haz lo que quieras” es recibido como “ya no me importas”. El resultado: una tragedia irreversible.
De hecho, tanto en los negocios como en la vida cotidiana, el verdadero problema de la comunicación no radica en la asimetría de la información, sino en la distorsión del significado y la ausencia de conexión emocional. En la sociedad moderna, lo más temible no es “no tener nada que decir”, sino “creer que ya lo dijimos todo con claridad”. Muchas veces hablamos el mismo idioma, pero vivimos en contextos y marcos de interpretación completamente distintos. La eficacia de la comunicación no se mide por la complejidad del mensaje, sino por algo más simple: si tuviste la disposición de escuchar, de preguntar, de confirmar, de responder.
El renombrado estudioso de la comunicación Carl Rogers subrayaba que “escuchar” no es esperar a que llegue tu turno para hablar, sino dedicar toda tu atención para entrar en el mundo del otro. Especialmente en la comunicación intercultural y entre diferentes contextos, es imprescindible desprenderse del narcisismo del “yo pensé que…”.
En la gestión empresarial lo hemos comprobado: cualquier reunión importante, correo electrónico o negociación que no incluya una instancia de “confirmación y recapitulación” siembra inevitablemente la semilla del malentendido. Una frase tan común como “colaboremos bien” puede entenderse, en culturas distintas, como “plena satisfacción” o como mera cortesía. Y un “respeto tu decisión” puede no significar apoyo, sino una renuncia pasiva.
Por eso, en toda cooperación resulta fundamental instaurar un mecanismo de “confirmación mutua”. No se trata de decir “¿entendiste?”, sino de preguntar: “¿Puedes repetir lo que comprendiste?”. No es decir “ya lo dije”, sino indagar: “¿Tú también lo ves así?”. La verdadera comunicación no es un flujo unidireccional de información, sino la construcción bidireccional de un significado compartido.
No podemos evitar los malentendidos, pero sí reducirlos. No podemos prever las consecuencias de cada interacción, pero sí asumir responsabilidad sobre ellas. Seas empresario, socio, esposo, esposa, amigo o colega, si te tomas el tiempo de preguntar una vez más, escuchar un poco más, confirmar una vez más, quizá puedas evitar un malentendido, salvar una cooperación o, incluso, redimir una vida.