Dr. José Mario Azalde León
La agenda económica de Javier Milei se ha centrado, en esta primera fase, en dos ejes inseparables: sincerar el valor de la moneda y reducir al máximo las distorsiones de precios relativos. Para que funcione un sistema liberal con relativa solidez, cualquier medida que apunte a restaurar la función señalizadora de los precios —hoy desvirtuada por controles, subsidios y expectativas de devaluación— es fundamental. En esa dirección, el gobierno argentino ha impulsado una serie de reformas destinadas a dejar fluir al mercado cambiario y a liberalizar sectores estratégicos, con el objetivo de atraer inversiones y reactivar el aparato productivo: en palabras del economista y ex ministro peruano Guido Pennano, crecimiento por el lado de la oferta.
El reciente acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) debe interpretarse, ante todo, como un préstamo: una inyección de liquidez que responde a la necesidad de respaldar las reservas y garantizar la continuidad del plan económico liberal. La concesión de esos dólares refleja, por un lado, la confianza que el organismo internacional ha depositado en el equipo de Milei y, por otro, la expectativa de que sus recetas —déficit cero, reforma del gasto y apertura de la economía— sean suficientes para estabilizar la macroeconomía. Sin embargo, la histórica injerencia del FMI siempre conlleva condicionalidades: recortes que pueden profundizar la recesión, presión sobre la balanza comercial y un impacto regresivo en el consumo popular.
En el plano comercial, el ajuste cambiario (levantamiento parcial del cepo, para personas físicas) debería favorecer a los exportadores —al recibir más pesos por cada dólar vendido— y castigar a los importadores, cuyos costos se disparan. Con una recesión, el desplome del gasto interno reduce la demanda de divisas, pero agrava la caída del empleo y el salario real. El resultado es un círculo en el que los dólares se concentran en los sectores más poderosos —dueños de recursos naturales o grandes corporaciones—.
Para mitigar estos efectos, no basta con un tipo de cambio único y fluctuante; es imprescindible afianzar la autonomía del Banco Central (BCR). Su independencia depende no sólo de la Constitución o de la ley orgánica, sino de consensos políticos sobre la composición de su directorio. Tomemos el ejemplo de Perú: seis directores y un presidente, donde el Ejecutivo y el Legislativo se reparten la designación. Un esquema similar, transparente y profesional, podría consolidar la credibilidad de la política monetaria en Argentina.
En Perú, el BCR ha optado por un régimen de “banda cambiaria secreta”, donde el Banco Central interviene por arriba o por abajo sin anunciar previamente los límites. La apuesta es que el mercado, guiado por el riesgo y las expectativas, establezca el tipo de cambio, mientras la autoridad monetaria suaviza las oscilaciones
Preocupa, en este contexto, las dificultades de la oposición para articular un proyecto económico alternativo y democrático. Frente a la necesidad de sincerar precios y frenar el populismo inflacionario, resulta imprescindible no solo evaluar la gestión de Milei, sino también generar propuestas coherentes y realistas. Solo así podrá darse un debate profundo sobre el rumbo de la Argentina, en el que la prudencia y la responsabilidad, más allá de ideologías, sean el verdadero valor de cambio.