Ni padre fundador ni imagen absoluta de la abyección y el crimen. Hombre ambicioso sin mayores talentos aparentes, pero de mano dura para diversos asuntos que lo mostraron como un hombre de poder desde los días de la malhadada ANR (foso sin fondo de fraudes y todo tipo de delitos hasta su último día), institución que rigió durante los años ochenta.
Eso debió hacer pensar a los especialistas que no era un advenedizo ni un outsider sino un tipo acostumbrado a mandar y ejecutar, pero o se hicieron los miopes o realmente no tenían ninguna capacidad de análisis.
Forjó un partido político personalista que pisoteó (con los apoyos adecuados) a Vargas Llosa en su mejor momento y que ha subsistido, pese a no tener ninguna idea ni programa, por su tremendo arrastre popular y la manipulación del relato real de los últimos 34 años tanto desde su bando como desde el lado de sus antagonistas perennes.
Se le atribuyen responsabilidades y méritos que no le corresponden en tanto que sus reales obligaciones y logros han pasado muy desapercibidos gracias, reitero, tanto al odio de sus enemigos como a la irreflexión de sus partidarios. Ambos amplificaron sin medida ninguna los elementos más reales de la valoración que corresponde al fallecido ex presidente y postulante al senado japonés (unánime exhibición de deslealtad a la patria).
Ladrón, corrupto y genocida son los epítetos que largan sus odiadores. Pacificador y vencedor del terrorismo (de izquierda), renovador del país y obrante del milagro económico peruano claman sus seguidores convictos aun hoy luego de tantos años.
Realmente, no fue ni una cosa ni la otra pues hay demasiados matices y detalles que convendría explorar en varios miles de páginas y nadie en la escena política tiene la más mínima autoridad para sancionarlo o dictarle un adjetivo severo siendo que están todos trazados por el mismo molde.
Causó daños terribles al país, pero no inventó nada nuevo sino que maximizó estructuras que llegaron desde el origen mismo de la República, acaso tan bastarda e indeseada que solo los dictadores hacen surgir en el cerebro primitivo de la población el deseo de un orden nuevo o, siquiera, un orden al fin.
Su mérito respecto de la debacle económica ochentera es cierto, pero a un costo infernal y canalla, la entrega de las empresas públicas casi a precio de nada y el ingreso del cáncer insorpotable qué constituyen las AFP (a través de Boloña, etc.) y, así, todo lo que hizo y deshizo encuentra una contradicción inmediata como, por ejemplo, el problema de la educación pues hizo nada por esclarecer el currículo de enseñanza en tanto que construía colegio tras colegio solo como un mero gasto en infraestructura sin proveer bibliotecas de calidad en cada uno de dichos edificios.
Quizás por ese paradojismo ha desatado pasiones durante 34 años irreversibles y hasta ha sostenido a un movimiento encabezado por gente desprovista de todo valor, única y exclusivamente por su prestancia popular, sin duda equívoca, pero concreta en cada ciudadano que, pese a sus latrocinios y vilezas, lo prefiere por encima de cualquier otro ex presidente del presente siglo (algo en lo que no pierden en la determinación, pues todos los otros son un hato de indeseables enemigos del país - como, en cierta medida, lo fue, también, Fujimori-).
Falleció el mismo día que su supuesto enemigo mayor. Coincidencia fundamental qué evidencia el signo trágico y mediocre del país debido a la falta de una conducción de alto nivel pues tanto él como Abimael, con todo y lo despreciables que pueden llegar a considerarse, pusieron en práctica hasta sus extremos más hediondos los caminos del neoliberalismo y la revolución.
Terribles destinos miserables los de ambos personajes que marcaron la historia política peruana como ningún otro en el último medio siglo (ni siquiera Alan los alcanza). La mediocridad de ambos opuestos descarna la realidad última del país: ¡Mediocritas, Bellum et Infernum!.