Punto de Encuentro

EL DERECHO FUNDAMENTAL A MORIR DIGNAMENTE

  • Rafael Rodríguez Campos

Antes de reflexionar sobre este tema, considero necesario señalar que estoy completamente a favor de la aprobación de todo Proyecto de Ley que busque despenalizar el “Homicidio por Piedad” en nuestro país, regulando la práctica de la Eutanasia Pasiva (también creo que la Eutanasia Activa debería estar legalizada), pero debo precisar, como lo ha hecho la Corte Constitucional de Colombia (en adelante, la Corte), en la Sentencia C-239 de 1997 y Sentencia T-970/14 de 2014, respectivamente, que para excluir el carácter delictivo de la conducta, se deben cumplir los siguientes requisitos:

En primer lugar, debe mediar el consentimiento del sujeto pasivo. Pero ese consentimiento debe ser libre e informado, lo cual significa que debe ser manifestado por una persona con capacidad de comprender la situación en que se encuentra. Es decir, el consentimiento implica que el paciente posee información seria, fiable y precisa, pero además cuenta con capacidad intelectual suficiente para tomar la decisión.

En segundo lugar, para garantizar ese consentimiento, el sujeto activo debe ser un médico pues es él el único capaz de brindarle la información precisa al paciente, pero además las condiciones para morir dignamente. En caso de que no sea un médico, el consentimiento estará viciado y por tanto, habrá delito.

En tercer lugar, el paciente debe padecer una enfermedad terminal que le cause sufrimiento, pues sin ello el elemento subjetivo de la piedad desaparecería.

A partir de lo señalado, considero, como también lo hace la Corte, que el derecho a morir dignamente es un derecho fundamental. Afirmo ello, en atención a las siguientes razones:

Primero: es un derecho fundamental pues busca garantizar la dignidad del ser humano. Es decir, para que una garantía pueda ser considerada como fundamental, debe tener una estrecha relación con la dignidad como valor, principio y derecho de nuestro ordenamiento constitucional. En este caso, se trata de un derecho cuyo principal propósito es permitir que la vida no consista en la subsistencia vital de una persona sino que vaya mucho más allá. Esos aspectos adicionales son propios de un sujeto dotado de dignidad que como agente moral, puede llevar a cabo su proyecto de vida. Cuando ello no sucede, las personas no viven con dignidad. Mucho más si padece de una enfermedad que le provoca intenso sufrimiento al paciente. En estos casos, se pregunta la Corte ¿Quién si no es la propia persona la que debe decidir cuál debería ser el futuro de su vida? ¿Por qué obligar a alguien a vivir, en contra de su voluntad, si las personas como sujetos derechos pueden disponer ellos mismos de su propia vida?

Segundo: es un derecho que involucra aspectos que garantizan que luego de un ejercicio sensato e informado de toma de decisiones, la persona pueda optar por dejar de vivir una vida con sufrimientos y dolores intensos, pues le permite alejarse de tratamientos tortuosos que en vez de causar mejoras en su salud, lo único que hacen es atentar contra la dignidad de los pacientes. Cada persona sabe qué es lo mejor para cada uno y el Estado no debe adoptar posiciones paternalistas que interfieran desproporcionadamente en lo que cada cual considera indigno.

Tercero: el Estado no puede oponerse a la decisión del individuo que no desea seguir viviendo y que solicita le ayuden a morir, cuando sufre una enfermedad que le produce dolores insoportables, incompatibles con su idea de dignidad. Algunas enfermedades son devastadoras, al punto de producir estados de indignidad que solo pueden ser sanadas con la muerte.

Cuarto: el fin del derecho fundamental a morir dignamente, entonces, es impedir que la persona padezca una vida dolorosa, incompatible con su dignidad. Eso se da cuando los tratamientos médicos realizados no funcionan o sencillamente cuando el paciente, voluntariamente, decide no someterse más a esos procedimientos pues considera, según su propia expectativa, que es indigno la manera como está viviendo.

Quinto: el derecho fundamental a morir dignamente es un derecho autónomo, independiente pero relacionado con la vida y otros derechos. No es posible considerar la muerte digna como un componente del derecho a la autonomía, así como tampoco es dable entenderlo como una parte del derecho a la vida. Sencillamente, se trata de un derecho fundamental complejo y autónomo que goza de todas las características y atributos de las demás garantías constitucionales de esa categoría. Es un derecho complejo pues depende de circunstancias muy particulares para constatarlo y autónomo en tanto su vulneración no es una medida de otros derechos. En todo caso, es claro que existe una relación estrecha con la dignidad, la autonomía y la vida, entre otros.

Entonces, tomando como referencia la reflexión expuesta por la Corte, es preciso señalar, en primer lugar, que la discusión sobre el deber de vivir y el derecho fundamental a morir dignamente no puede darse al margen de los postulados constitucionales que rigen las relaciones sociales. Es decir, debe  ser la Constitución de 1993 el parámetro que guie nuestro análisis en este caso, y no los postulados religiosos de una determinada Iglesia.

En segundo lugar, debemos tener en cuenta que la dignidad humana como principio y valor constitucional ha sido el fundamento para despenalizar el homicidio por piedad cuando se cumplan determinadas condiciones y reconocer el derecho a morir dignamente. Así, debemos recordar que a pesar de que la vida es necesaria para el goce de otros derechos, lo mismo sucede con la dignidad humana. Sin ella, difícilmente se garantiza la vida pues no puede reducirse a la mera subsistencia, sino que implica el vivir adecuadamente en condiciones de dignidad.

En tercer lugar, es primordial que reconozcamos que la Constitución no solo protege la vida sino también otros derechos. Por eso ninguno es absoluto. Cada garantía constitucional debe verse en concreto pues dependiendo de las circunstancias particulares de los casos, su restricción será mayor o menor. Pero, sobre todo, que en el caso de la vida, por ejemplo, es posible limitarla para salvaguardar otros derechos, especialmente, el libre desarrollo de la personalidad y la autonomía personal. Eso adquiere mayor relevancia en el caso de la eutanasia, pues no resulta posible obligar a una persona a recibir un tratamiento médico cuando su decisión es descontinuarlo, a pesar de las implicaciones que ello tiene.

En cuarto lugar, tengamos presente, como lo dice la Corte, que si bien existe consenso en que la vida es el presupuesto indispensable para disfrutar otros derechos, el punto sobre el cual debe recaer este debate sería en torno al deber de vivir cuando una persona sufre una enfermedad incurable. Así, existen al menos dos posiciones: 1) La que asume la vida como algo sagrado y 2) Aquella que estima que es un bien valioso pero no sagrado, pues las creencias religiosas o las convicciones metafísicas que fundamentan la sacralización son apenas una entre diversas opciones.

Finalmente, queda claro que el Estado no puede oponerse a la decisión del individuo que no desea seguir viviendo y que solicita le ayuden a morir, cuando sufre una enfermedad terminal que le produce dolores insoportables, incompatibles con su dignidad. Es más, tampoco puede el Estado castigar a quien pone fin a la vida de un enfermo terminal cuando medie su consentimiento. Por tanto, el Estado y la sociedad en su conjunto deben entender que para aquellas personas que están padeciendo dolores terribles y padecimientos insufribles, la muerte se convierte en el único acto auténticamente liberador, pues bajo determinadas circunstancias, las personas sólo alcanzamos la paz cuando nos llega la muerte.

 

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