En la columna pasada, a propósito de la sentencia emitida en el Caso Cuartel Los Cabitos, culminamos nuestra reflexión formulando las preguntas que a continuación intentaremos responder: ¿Qué clase de seres humanos somos para justificar violaciones, asesinatos, torturas y desapariciones forzadas bajo el argumento infame de la lucha contra el terror? ¿Acaso el Estado no se convierte también en una máquina de muerte cuando incurre en actos de terrorismo? ¿Acaso es necesario vejar y humillar a hombres, mujeres y niños para vencer al terror?
Lo que algunos olvidan, o simplemente quieren negar, es que la democracia exige el respeto por las reglas del Estado de Derecho, una de las cuales es justamente la defensa de la vida y los derechos humanos. En democracia, los presuntos criminales son capturados, investigados procesados y sentenciados, si fuera el caso. Una sociedad democrática y civilizada no incurre en actos de terrorismo de Estado so pretexto de combatir el crimen.
Casualmente, lo que diferencia a una democracia de un régimen de terror y abuso como el que Sendero Luminoso quería imponer es el respeto por la legalidad y por la justicia, la misma que se imparte de acuerdo al orden jurídico vigente. Por esa razón, ningún peruano que cree en la democracia y en los principios del Estado de Derecho puede justificar la conducta de estos criminales, que vistiendo el uniforme militar, asesinaban, violaban y torturaban a humildes campesinos en el interior de nuestro país, bajo la mirada y el silencio cómplice de quienes debieron tomar medidas para evitar la comisión de estos crímenes contra los derechos humanos, y que simplemente no lo hicieron.
Por eso, para saber -a ciencia cierta- de lo que estamos hablando, es preciso recordar algunos de los muchos crímenes cometidos en el Cuartel "Los Cabitos," para que los peruanos, pero sobre todo los más jóvenes, sepan el nivel de violencia que efectivos de las Fuerzas Armadas desataron contra la población civil (campesina y pobre) ayacuchana so pretexto de combatir a la subversión.
El primer caso es el de Jaime Ayala, corresponsal del Diario “La República”, a quien el 2 de agosto de 1984, luego de que él se presentara voluntariamente en el Cuartel, los militares torturaron por doce días, para luego desaparecerlo, según los testimonios de los propios militares. Jaime tenía 22 años, estaba casado y tenía un bebé de cuatro meses.
El segundo caso es el de OKZ, quien en su testimonio (proceso Cabitos 83) señaló que fue violada por su torturador en el escritorio del Cuartel, cuando ella era apenas una niña de 10 años de edad, hecho que marcó su vida para siempre, y la condenó a vivir entre el miedo y la tristeza.
El tercer caso es el de Rosa Pallqui, a cuyo padre se lo llevaron los militares en abril de 1986. Él estaba regando su chacra cuando fue intervenido y conducido al Cuartel. Al día siguiente, su esposa fue a la chacra pero ya no lo encontró, los militares lo habían llevado. Él nunca más volvería.
No suelo compartir las opiniones de Rocío Silva Santisteban, a quien respeto como poeta y activista de derechos humanos, pero con quien tengo marcadas diferencias ideológicas. Sin embargo, en este tema en especial, me parece que corresponde reproducir un párrafo suyo pues grafica lo que realmente fue este lugar de crimen y barbarie: “En nuestro país, dice Rocío Silva, existió un campo de exterminio: una versión criolla de los “lager” nazis, ese lugar era el Cuartel "Los Cabitos". Allí, refiere la poeta, los soldados aprendían a torturar, a enterrar a los supuestos terrucos hasta la cabeza y amenazarlos, a introducirles clavos en las orejas, a violar a las mujeres y niñas, a colgar a los sospechosos de los antebrazos, a “tinearlos” y realizar otros tipos de torturas”.
En otras palabras, al puro estilo de las Fuerzas Armadas argentinas y chilenas durante sus últimas dictaduras, en nuestro país, entre 1980 e inicios de la década del 90’, un importante grupo de militares, convirtió el Cuartel "Los Cabitos" en un centro clandestino de reclusión, tortura, asesinato, violación y otros crímenes. Las víctimas, supuestos terroristas, que fueron llevados a este lugar, fueron tratados con crueldad, muchos fueron torturados hasta la muerte, las mujeres maltratadas, y las niñas vilmente ultrajadas.
Frente a este tipo de sucesos, ¿Qué hacer? Es una pregunta necesariamente deberíamos empezar a resolver como país. Creo que como primer paso, los peruanos debemos exigirle a las autoridades (fiscales y judiciales) investigar, procesar y sentenciar de manera ejemplar a los responsables de tan perversos crímenes. Para este tipo de delitos no existe el perdón, menos el borrón y cuenta nueva. Lo que corresponde es honrar la memoria de las víctimas y familiares haciendo justicia. Quienes sufrieron durante todos estos años la angustia y la pena de no tener junto a ellos a sus seres queridos, merecen no sólo la indignación de la colectividad, sino el apoyo y la solidaridad de todos nosotros.
Así, los peruanos debemos reconocer que en el Perú se cometieron graves violaciones contra los derechos humanos. Debemos asumir que como sociedad tenemos la obligación moral de que nuestra indignación se traduzca en acciones concretas:
En primer lugar, el Estado debe seguir dando a conocer la magnitud del conflicto y las secuelas que la violencia dejó en el país, pero sobre todo, en las zonas de mayor conflicto, como Huamanga (Ayacucho), por ejemplo.
En segundo lugar, la sociedad debe hacer un severo llamado de atención a las autoridades nacionales sobre los numerosos casos de violación contra los derechos humanos que todavía siguen impunes.
En tercer lugar, el Estado debe diseñar, implementar y sostener un plan de exhumaciones, identificación y restitución de los cuerpos a los familiares de las víctimas, como parte del proceso de reconciliación, justicia y verdad iniciado en nuestro país hace algunos años.
Por último, debemos exigirle al Estado que cumpla con las recomendaciones de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, sobre todo en lo concerniente a la política de reparaciones: individuales, colectivas y simbólicas. Para ello, es fundamental contar con autoridades y funcionarios comprometidos con este proceso de reconciliación nacional. Ahora bien, resulta claro que las autoridades deben siempre actuar con imparcialidad y equilibrio, ya que la historia de nuestro país no puede ser escrita por un solo sector. Sin embargo, no es posible ser imparcial o neutral frente a la barbarie. Por tanto, deben ser las autoridades las primeras en sancionar políticamente a quienes violaron o permitieron la violación de los derechos humanos en nuestro país.