Odio, venganza y caos se apoderaron del centro de Beirut en un Día de la Ira que acabó al menos con un policía muerto y cientos de manifestantes heridos. La rabia por la explosión del martes hizo que los libaneses esta vez no retrocedieran ante los antidisturbios y avanzaran por todo el centro de la capital hasta irrumpir por la fuerza en los ministerios de Exteriores, Economía y Medio Ambiente, estos dos en el mismo edificio. En el primero desplegaron una pancarta en la que anunciaron que era la nueva sede de la «Revolución del 17 de octubre» y que querían una «Beirut desmilitarizada». A los otros dos les prendieron fuego. Ante la imposibilidad de asaltar el Parlamento, el siguiente
objetivo ocupado por los manifestantes fue la sede de la Asociación de Bancos. El Ministerio de Energía fue ocupado por la noche.
Desde primera hora de la tarde la Plaza de los Mártires volvió a vestirse de revolución. Miles de libaneses recuperaron el espíritu de las protestas sociales que arrancaron el 17 de octubre, pero esta vez para recordar a los 158 muertos y 6.000 heridos de la explosión del martes. Esa misma plaza donde se gestaron las revueltas de 2005, contra la presencia militar de Siria en el país, y 2007, contra el gobierno de Hizbolá, fue el epicentro de un volcán de rabia contra el sistema. Las peticiones no giraron simplemente en torno al cambio político, al grito de «¡asesinos!» la gente clamó venganza por la negligencia de unas autoridades que sabían del peligro de almacenar 2.700 toneladas de nitrato de amonio en el puerto, pero no hicieron nada por evitarlo. Si el martes la nube tóxica del fertilizante se alzó sobre la ciudad en forma de hongo naranja, durante la protesta fueron los gases lacrimógenos los que inundaron todo el centro urbano.
El primer ministro, Hasán Diab, trató de calmar la situación y en un discurso a la nación anunció la convocatoria de elecciones parlamentarias anticipadas y fijó en dos meses el tiempo máximo que piensa permanecer en el puesto. Sus palabras no llegaron a unas calles que clamaban venganza. «Hoy lloramos, mañana limpiamos y pasado les colgamos», era el mensaje que circulaba desde el miércoles en las redes sociales para preparar una movilización que sirvió también de despedida colectiva a los caídos. En el centro de la plaza se instalaron varias horcas de las que se ejecutaron de manera simbólica muñecos con caretas del presidente, Michel Aoun, cristiano maronita, el presidente del parlamento, Nabih Berri, musulmán chií, Hasán Nasrala, líder de Hizbolá, partido milicia chií, o Saad Hariri, líder de la comunidad suní.
«Si esta explosión no sirve para cambiar las cosas, nada lo conseguirá…», declaró a este medio Bassam Osman, médico libanés que trabajó durante 52 horas seguidas tras la catástrofe del martes. Richard Alam, miembro de Amnistía Internacional, señaló que «nada puede parar lo que empezamos en octubre, hemos tenido altibajos y nadie sabía, después del coronavirus, cuando las protestas podían volver de nuevo de forma masiva, pero después de la explosión es imparable».
La chispa que hizo estallar en octubre la paciencia de los libaneses, uno de los países más endeudados del mundo, con alrededor de 86.000 millones de dólares de deuda, fue el anuncio del Gobierno de su intención de aplicar una tasa a las llamadas por servicios de mensajería en internet como WhatsApp, medida que se vio obligado a retirar de forma inmediata. Los libaneses no sintieron los efectos de la llamada Primavera Árabe de 2011, que sacudió el mundo árabe, pero en octubre se echaron a las calles de forma masiva para pedir cambios, algo que también ocurrió en Irak. Bagdad y Beirut comparten el hartazgo con sistemas políticos basados en cuotas de poder, que reparten los puestos clave en función a las sectas y confesiones. La corrupción, el desempleo y la fuerte injerencia de Irán en las políticas domésticas son otros denominadores comunes.
Tras un paréntesis obligado por el coronavirus y algunos cambios cosméticos en el poder -como el nombramiento como primer ministro del independiente Diab, profesor de la Universidad Americana de Beirut y anterior ministro de Educación-, el jueves, 72 horas después de la explosión las protestas volvieron a estallar en el centro de la ciudad. Ahora la petición de cambio sigue siendo a gritos, pero con las lágrimas en los ojos por las consecuencias que deja el apocalíptico estallido del martes.
Ese sistema que quieren cambiar mostró su cara más cruda con lo sucedido en el puerto, la cara de una clase política corrupta e incompetente cuya dejadez ha arrasado medio Beirut. El problema al que se enfrentan los manifestantes es que les sobran motivos para el enfado y para las denuncias, pero no tienen una alternativa política clara que pueda reemplazar al actual sistema.