Se decía que la intención de la Ley es buena pero la intención de una Ley no es suficiente para modificar la toma de decisión de las personas y encausarlas a lo que consideramos adecuado. La Ley era mala porque (en resumidas cuentas) no beneficiaba ni a las empresas informales ni a las empresas formales. A la primera porque no existía incentivo real para cambiar la condición de informal a formal; los costos laborales previstos en la Ley Pulpín siempre fueron mayores a los gastos tal y como vienen trabajando; a la última tampoco (por lo menos en gran medida) ya que los costos de transacción y los candados en la Ley la hacían difícil de acoger (claro que en la medida de lo posible y con demasiada diligencia se contratarían jóvenes necesariamente con esa Ley -porque nadie se cree eso de que la adopción del régimen era facultativa-).
Ahora, si bien ya pasamos el trago amargo de una Ley a todas luces mal pensada, el nuevo debate consistirá en la posición de quienes sostienen que es necesario persistir en una Ley dirigida a los jóvenes “pero mejor” versus quienes creen que no debe haber ninguna otra símil.
Yo me inclino a lo segundo. No creo que sea lo más adecuado una norma sectorial para jóvenes; el trato diferenciado de todos los regímenes laborales se fundamenta en las causas objetivas que dan lugar al trato diferenciado por actividad. En efecto, no es lo mismo trabajar en una casa que trabajar en alta mar o en la construcción de un edificio (los tiempos de duración del trabajo para la consecución de lo que se produce u ofrece es diferente, así como el esfuerzo físico que implican o el deterioro de la salud, entre otras consideraciones), en cambio, cuando hablamos de “jóvenes” estamos trazando no una clasificación vertical de los trabajadores sino horizontal, que incluye personas de todas las condiciones sociales y de diferentes prestaciones de servicios que tengan en común solamente un rango de años de nacimiento.
Sea que no se implemente ninguna otra Ley orientada en una distinción horizontal de la población o que se reformule la Ley Pulpín de modo que el Estado cubra algunos gastos en beneficios sociales en vez de los empleadores y de ese modo si sea más atractiva que la informalidad (como algunos especialistas ya plantean) la lección que nos ha dejado la derogación de la Ley es que las personas que conozcan la materia y no tengan como prioridad consagrarse con ciertos sectores (encima de todo, mal) son las que deben estar enfrente a la hora de volver a decidir sobre las políticas laborales del país.
Se debe impulsar el funcionamiento del Consejo Nacional del Trabajo para que éstas políticas nazcan allí, y rezar que para cuando empiece a funcionar (si ocurre en éste gobierno) no lo dirija el actual Ministro al frente.